Ponzofrase conspirativamente inútil

«Pitu es Macario».

Jesús (1920 a.C. - 33 d.C.).


Jazz Peronista

Perón y el Jazz (clickea acá para ver la imagen).

The colibrian's death



Vuelvo a recordar aquello y me destartalo de risa de mí mismo. Bueno, claro, no me puedo reír tanto, porque sino, habría que llamar a algún doctor que tenga la cura para el Síndrome de Orgullo Resquebrajado Estáticamente Tétrico y Elástico (SORETE). Ya es tan exacerbada la vanidad reinante en este planeta, que no se logra encontrar una dosis lo suficientemente anesteciadora para aquella porción cerebral (tácita, claro) que llamamos ego.
Eran las 5 a.m. Volvía de una salida aburrida y taciturna. Era uno de esos días en los que, la noche, no tenía nada nuevo para contar y se terminaba convirtiendo (pese a mi rechazo) en un diario de antes de ayer. De más está aclarar que cuando transcurrió esto estaba dentro de un colectivo. Porque, ¿Dónde mierda iba a ocurrir algo aquella noche vencida, sino era en un colectivo? En ningún otro lado.
Un hombre miraba para todos lados: cara pálida, ojos rojos y achinados, mechas azules y grises, de unos 50 años. Se levantó de su asiento (dejando un hundimiento provocado por sus nalgas mórbidamente inmensas) y se dirigió a la puerta para tocar timbre.
Acto primero: el señor toca el timbre. Yo no escucho que haya sonado. El señor me mira directo a los ojos y me doy cuenta lo que está pensando: “Este tipo tampoco escuchó el timbre” habrá pensado. Vuelve a apretar el botón (botón incompetente, inoperante, deficiente, una auténtica porquería) pero esta vez con más fuerza y por más tiempo. No pasa nada. El colectivero no frena. Sigue de largo y empieza a ir más rápido.
“Son los colibrís señor, estos bichitos impacientes, algo hiperactivos” me dice, con cara de loco sudado. ¿Qué carajo, en el nombre de los Carajos más in-creibles de la Historia Carajense, quería decirme este flaco? El hombrecito me sonrió, mostrando risa pero no felicidad, y cuando el colectivero abrió, finalmente, la puerta, yendo a una velocidad de 90 km/h, el hombre decidió tirarse de cabeza. Como si fuera una piletita. Cerré los ojos y los volví a abrir unos segundos más tarde, ya ni me acuerdo cuántos (¿10, quizá?).
Me causa gracia, pero mi orgullo me impide admitir que algo notanbueno va a venir. Abrí los ojos y estaba ahí: volando enfrente de mí.

Crónicas suicidas: parte 1



El erotismo que simbolizaban sus piernas estrambóticas y peligrosamente deseables, se acercaba cada día más. Por las mañanas, a eso de las 7.30, me excitaba impunemente viéndola bajar de su auto importado. “Holaaa” me decía, dos metros antes de venir a saludarme. Lo había pensado miles de veces: escupía el saludo unos metros antes para evitar ver mi expresión de oso apaleado que mostraba cuando veía la sinceridad de sus palabras. “¿Cómo andas?” le preguntaba yo, algo tímido y estupefacto. ¿Me respondía en otro idioma o simplemente estábamos en diferentes sintonías? Al no haber forma forma de comunicación alguna, ni siquiera en otro idioma, ya que mis pupilas se dilataban al ver sus exotiquísimas gambas (de alto voltaje, claro) termino optando por la segunda variante.

“¡Pero la re-putaqueteparió! ¡¿No te das cuenta que esto es azul y el otro es verde?! ¡Dejalos en su lugar próxima vez! –le gritaba la obsesiva bibliotecaria. Ella, sumergida en un baño de sumisión y adiestramiento militar, contestó con un lacónicamente triste “perdón”. Era tan triste esa imagen. Estaba en su romántica lucha por cambiar su vida. Era una chica con todas las comodidades que se conformaba con cigarrillos y salidas. Por primera vez en años, había sufrido (o gozado, ya ni me acuerdo) la empatía. Ese sentimiento, cuasi sinónimo de la nostalgia en su adrenalina, me había invadido la piel.

Todas las mañanas van a ser igual sin ellas. No va a existir alternancia alguna en el tiempo. Ya no tengo fuerzas para levantar las persianas americanas.

Un hombre encerrado en su moral.


Esta es la historia de un hombre que vivía encerrado en su moral. Su moral era algo conservadora, pero por aquellos tiempos, no se podía esperar más de un Senguelengue de 8.456 arfos. Pero lo importante de esta historia no son los datos privados del señor Spartford, sino la vida que llevaba encerrado en su moral. El señor Spartford tenía vicios (muchísimos) y creía que eso lo perjudicaba. Dudaba de sus acciones y premeditaba los hechos, hasta que terminaba dejando las cosas que quería. "No son buenas para la moral" decía el señor Spartford. Una mañana, el señor Spartford se levantó con ganas de hacer algo inmoral, pero no puedo. Sabía (lo sabía muy bien) que si lo hacía iba a ser feliz, pero "la moralidad es lo primero" (otra de las frases características del señor Spartford). Y el hombre vivía triste, encerrado en su moral, privandose de ciertas libertades "inmorales". "Si tu moral te impide ser feliz, olvídate de ella" dijo Nietzsche. Y al otro día el señor Spartford se murió. Sarasa cucurru.

Crónicas de un suicida: parte 1


El erotismo que simbolizaban sus piernas estrambóticas y peligrosamente deseables, se acercaba cada día más. Por las mañanas, a eso de las 7.30, me excitaba impunemente viéndola bajar de su auto importado. “Holaaa” me decía, dos metros antes de venir a saludarme. Lo había pensado miles de veces: escupía el saludo unos metros antes para evitar ver mi expresión de oso apaleado que mostraba cuando veía la sinceridad de sus palabras. “¿Cómo andas?” le preguntaba yo, algo tímido y estupefacto. ¿Me respondía en otro idioma o simplemente estábamos en diferentes sintonías? Al no haber forma forma de comunicación alguna, ni siquiera en otro idioma, ya que mis pupilas se dilataban al ver sus exotiquísimas gambas (de alto voltaje, claro) termino optando por la segunda variante.

“¡Pero la re-putaqueteparió! ¡¿No te das cuenta que esto es azul y el otro es verde?! ¡Dejalos en su lugar próxima vez! –le gritaba la obsesiva bibliotecaria. Ella, sumergida en un baño de sumisión y adiestramiento militar, contestó con un lacónicamente triste “perdón”. Era tan triste esa imagen. Estaba en su romántica lucha por cambiar su vida. Era una chica con todas las comodidades que se conformaba con cigarrillos y salidas. Por primera vez en años, había sufrido (o gozado, ya ni me acuerdo) la empatía. Ese sentimiento, cuasi sinónimo de la nostalgia en su adrenalina, me había invadido la piel.

Todas las mañanas van a ser igual sin ellas. No va a existir alternancia alguna en el tiempo. Ya no tengo fuerzas para levantar las persianas americanas.

Relatos un cocker, un heladero y Moisés


Moisés tenía todas las desgracias habidas y por haber: sus amigos se burlaban de él por su credo religioso, tenía un nombre similar al de un perrito Cocker cocainómano y usaba aparatos. Lo más trágico y lamentable de esta historia, es que Moisés desconocía estas desgracias; se creía un boludo felíz, pero era, simplemente, un pobre pelotudo (nótese la diferencia antagónica entre “boludo” y “pelotudo”, para que los de la Real Academia Española, unos auténticos Pelotudos, no vayan a decir que es lo mismo).

Cada día, se levantaba a las 5 de la mañana para desayunar y luego limpiar (por obligación de su madre, que no quería pagar una mucama) la casa.

El colmo de la desgracia llegó un día en que Moisés se dirigía al camión de helados, tan típico y trivial en las películas estadounidenses. “Uno ehh, uno de chocolate, ahh no, uno de, deee, vainilla!, si, vainilla por favor” le dijo Moisés al heladero, claramente en un éxtasis de hesitación e incertidumbre. El heladero, un obeso mórbido conocido por maltratar ancianas seniles y escupirlas (según contaba el mito del barrio de Once), le dio el helado y, rápidamente, prendió el motor y se fue. Mientras arrancaba, Moisés sufrió un desmayo provocado por el monóxido de carbono que emanaba el caño de escape. Cayó, se rompió un diente, dio tres vueltas en el piso, y el helado se esparció por toda su ropa. Moisés había despilfarrado 7 pesos en ese helado tan prometedor

Pizzero

esta es la foto de un caco de por ahí














-Y claro, si el burgués comilón consumista hijodeputa (no, no me copio de vos) puede contar su historia, Johnny, mi AMIGO (si, si, AMIGO) el pizzero con acne (muy feo eso que dijiste, eh!) también puede. Dale Johnny, empezá.
-Bueno, gracia'. Mirá, yo 'taba ahí en la pizzería, vite', la que 'ta ahí en San Martín y Panamericana, vite'? Buen, y el patrón me dice: "Eh, vo', negro sucio, andá y llevá esta pizza a Lisandro de la Torre cuatro mhmh mhmh (como diría la Su)" y yo lo llevé así todo re piola, vite', y corte, yo re laburo pa' mantener a mis hermanito' vite' vo', porque lo' guacho' no comen sino, vite'.
-Y te jodió que Observer allá dicho el pelotudito de acne, ¿no?
-No.
-Y entonces, ¿qué te jodió?
-Na' vo'.
-Banca, me hiciste escribir todo esto, y ahora me decís que está todo bien... No entiendo nada, man.
-'Ta todo re piola, guachín.
-Me pudriste, andate ya de acá.
-Eh, no te calenté'.
-Hola.
-Esteban! Sacame al boludo este de acá.
-Bueno.
Buen, y esteban se le acercó y le dijo algunas cosas al oído. El Johnny (dejó de ser mi amigo) se tomó el buque como diría él, y todos felices.

Son esporádicas las ganas que tengo de escribir sobre la basura que representa el patriotismo, ya que, como en todas las noches, los sonidos vienen a representar todo lo que no puede ser expulsado de un momento a otro. Curan un poco, pero se van corriendo rápidamente, intimidados por mi inseguridad.

"¡Vamos con la participante número dooooooos!" dice, con un grito corto y seco, un locutor en el cubículo que a veces llamamos t.v. La apago (como siempre, ya que mi vida se basa en apagar) y me recuesto en una silla reclinable que hace un chillido molesto, similar al de un metal oxidado estrechando la mano con otro no-oxidado. Lo antagónico es casi siempre insalubre.

Música, pucho en mano, y de fondo, un falso tono francés que emanan los labios carnosos de una rubia sigilosa y lacónica en su hablar. Dice lo justo: ni más ni menos.

"Tim-zapún-karak" grita el timbre de la cocina. "La re puta madre", pienso yo, algo nervioso. Estoy preocupado porque sé lo que va a pasar, o por lo menos me conformo (sí, soy bastante conformista ante mi realidad) con creer saber el orden de los sucesos que están por venir. Camino hacia la puerta. Es tal la neurosis, que hasta llego a ser conciente de que estoy contando mis pasos. "Uno, dos, tres" me grita alguna voz instaurada en mi inconsciente, dándome órdenes para ser acatadas (y claro: ¿qué puta órden no fue creada para ser aceptada, sin previa o pos discusión, por todos?). Anonadado al encontrar a mi gato en un lugar donde no imagine que iba a encontrarlo jamás (más tarde me di cuenta porque se había generado tal alteración en la matrix felina), seguí corriendo lentamente. Eso hacía, ahora que lo pienso a la distancia: correr lentamente. Por más que estaba desesperado, iba tomándome mi tiempo. La voz interior había creado una nueva alternancia: ahora iba en cuenta regresiva. Cinco-cuatro-tres-dos-uno. Abrí la puerta. Estaba ahí, frente a mí. Todo lo que había deseado en aquel momento: el boludo con acné que reparte la pizza.



Observer