
Abrí los ojos y todo seguía oscuro. Como si los hubiese cerrado. Daba la sensación de estar atado de pies y manos a una cama de hierro oxidada, en el sótano de algún malhecho yanqui, que nos había raptado y pedía algún tipo de recompensa. Claro está que sería salvado por algun heróico norteamericano valiente. Pero era la sensació. La realidad es que las persianas cerradas impedían que cualquier centímetro de la habitación sea iluminado por los rayos del sol. Aunque, a decir verdad, no había ningún sol allá afuera. O por lo menos, no se percibía facilmente. Era un día gris. De hecho, era el típico día gris que entristece mucho a uno. Yo no soy de esas personas que se deprimen por cualquier cosa (¿o si?), pero ese domingo era muy cliché. Pero era así por la serie de eventos que estaban sucediendo en mi vida. Seguí buscandome a mí mismo, pero no lograba encontrarme. Mi mundo iba cayendo de a poco: mis amigos me habían dejado porque decían que le prestaba mucho tiempo a mi novia; y mi novia viceversa. Es decir, estaba solo. Luego de problemas en el escenario con mi copiloto, Marcelo, habiamos llegado a la conclusión de desarmar la banda. Él había formado otra banda con Gonzalo, el baterista; Facundo, en cambio, estaba dedicando más tiempo a su especialidad: la moda. Era realmente bueno en eso.
El hecho es que desperté, tomé la pipa que había dejado por la mitad la noche anterior. Le di unas cuantas secas largas y retuve el humo lo más posible. Cuando comencé a experimentar esa sensación de relajamiento en el cerebro, en los brazos, las piernas y demás, lo largué desesperadamente (ya comenzaba a ahogarme). Prendí lo que sería el último cigarrillo pero el primero: el último del atado, el primero del día. Así empezaba. Abrí la heladera con la vaga esperanza de encontrar eso que estaba buscando. Pero fue un necio al ilusionarme con un chocolate. Lo único que había eran fideos con aceite que me había preparado Rosa 2 semanas antes, para un almuerzo. Por aquellos tiempos yo estaba atado a la mediocridad de un artista, y vestido de traje, frecuentaba (ya que no me gustaba decirle "trabajo" a eso) una oficina todos los días de semana, para servir a esos cerdos burgueses que creían pensar que "eran parte de la revolución" como decía el hombrecillo de barba en su librito.
La tristeza me invadió cuando vi la cruda realidad: nada había allí. Tomé dinero de mi "cerdito de ahorros" (así llamaba yo a la caja de cartón, que escondía bajo mi armario, donde guardaba el dinero). Agarré unos 20 pesos y salía comprar cigarrillos y otras cosas. Y nunca más regresé a la casa.
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